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Por qué decidí ir regularmente al psicólogo — y por qué no pienso dejarlo nunca

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No tenía “un problema grave”. Ninguna crisis importante, ningún drama. Solo esa sensación constante de cansancio interior. Un peso vago, difuso. A veces estaba irritable sin motivo. Otras, me costaba levantarme, incluso en los días buenos.

Durante mucho tiempo creí que era “normal”. Que todos pasamos por eso en algún momento. Que era parte de la vida adulta, el estrés, el clima… o simplemente pensar demasiado.

Pero un día, una amiga dijo algo que me golpeó profundamente:

“Vamos al médico cuando el cuerpo no va bien. ¿Por qué no iríamos también al psicólogo cuando la mente empieza a doler un poco?”

Esa frase se quedó rondando en mi cabeza durante semanas. Y una noche, casi por impulso, pedí una cita con un psicólogo. Sin saber muy bien qué esperar. Nunca había hablado con un profesional. Me daba miedo “decir demasiado”… o, al contrario, no tener nada que decir.


La primera sesión: un espejo sin juicio

Recuerdo perfectamente aquella primera cita. Estaba nervioso, estuve a punto de cancelarla tres veces. Pero una vez sentado frente al psicólogo, en ese despacho tranquilo, neutro, casi fuera del tiempo, sentí que algo dentro de mí se aflojaba.

No me preguntó “¿qué te pasa?”, como un interrogatorio. Simplemente me invitó a hablar. Y hablé. Despacio. Con pausas. Luego con más fluidez.

Lo que más me impresionó no fueron sus respuestas, sino su capacidad de escucha. Ese silencio activo. Esa mirada que no juzga, que no saca conclusiones por mí. Al final de la sesión no me sentía “curado”, pero sí menos solo. Más claro.


La regularidad: el verdadero punto de inflexión

Volví una semana después. Luego otra vez. Y otra.

Y entonces algo empezó a cambiar. No en mi vida exterior — seguía con el mismo trabajo, las mismas responsabilidades — sino en mi forma de vivirla. Esa cita semanal se convirtió en un espacio solo para mí. Un lugar donde podía dejar mis emociones, mis dudas, mis contradicciones, sin tener que fingir estar bien.

Lo que yo creía que eran simples “bajones” resultaron ser patrones antiguos, profundamente arraigados. Poco a poco, aprendí a identificarlos, a entender por qué volvían y cómo calmarlos.


Lo que descubres cuando vas al psicólogo con regularidad

  • Que hablar no es quejarse, sino liberarse.
  • Que nuestras emociones tienen una lógica, incluso cuando parecen absurdas.
  • Que sí se puede cambiar, incluso si toda la vida creíste que “yo soy así”.
  • Que una mente sana necesita cuidados, igual que el cuerpo.

No es magia. Es un trabajo. Pero un trabajo suave, respetuoso, a tu ritmo. A veces se ríe. A veces se llora. Muy a menudo, se respira mejor al salir.


Ir al psicólogo no es ser débil — es cuidarse

Vivimos en una sociedad que valora el rendimiento, la velocidad, el control. Nos enseñan a ser productivos, pero pocas veces a ser sensibles. Ir al psicólogo es darle una pausa a la mente. Es atreverse a mirarse con honestidad, pero también con ternura.

Y sobre todo, es prevenir. No esperamos a tener una muela podrida para ir al dentista. ¿Por qué esperar a una ruptura, un burnout o una crisis para cuidar nuestro equilibrio mental?


Algunas verdades que descubrí en el camino:

🟢 No hace falta “estar mal” para ir a terapia.
🟢 No hay temas correctos o incorrectos para hablar.
🟢 La regularidad, incluso una vez al mes, crea un ancla.
🟢 Hay formatos accesibles: online, presencial, con o sin reembolso.
🟢 Encontrar al profesional adecuado puede llevar uno o dos intentos — pero vale la pena.


Hoy, mi cita con el psicólogo forma parte de mi rutina

Como una sesión de ejercicio o una comida equilibrada, se ha convertido en un ritual de cuidado personal. Ya no es un lujo, ni un tabú. Es una elección de salud, de claridad, de respeto hacia mí mismo.

No me he convertido en otra persona. Pero estoy más alineado, más tranquilo, más capaz de reconocer mis límites. Y eso lo cambia todo.


¿Y si tú también empezaras?

Si alguna vez pensaste: “me gustaría hablar con alguien”, incluso sin saber muy bien de qué… quizá sea el momento.

No hace falta esperar a una crisis.
No hace falta tener “un gran problema”.
Solo el deseo de sentirse mejor, aunque sea un poco. De entenderse. De soltar peso.

Porque hablar, de forma regular, ya es empezar a sanar.

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